Algunas relaciones se vuelven tan opresivas, que no dejan lugar al placer, pero tampoco a la separación. Aquí, algunas puntas para repensar los vínculos cuando el amor se transforma en adicción. Si te vas me muero. Si te quedás, no es suficiente. Si estamos juntos, no hay paz que llegue. Si nos separamos, la vida es muy triste. ¿Existe alguna manera razonable, no sufriente, de transformar positivamente estas relaciones dolorosas que se muerden la cola, o por lo menos de salir de ellas sin reincidir? ¿Por qué insistimos con estos vínculos a pesar de que están signados por la angustia y, muchas veces, por el maltrato?
En todas –pero todas– las relaciones afectivas hay apego y algún grado
de dependencia. Pero, a veces, esta comunión que se da entre dos personas se
torna enferma, dejando sin fuerza y espacio a otros pilares como el respeto, el
amor y la confianza.
Cualquiera que lea esta nota sabrá, aunque sea de oído, de qué se trata.
Son relaciones incómodas que generan malestar permanente y tienen un gran
componente adictivo; en las que el vínculo con el otro funciona a la manera de
una sustancia: hace mal, pero no se puede vivir sin él. Esto ocurre porque para
evadirse de un dolor emocional insoportable, la persona recurre a una relación
que anestesie ese dolor. Ahora bien: para tapar ese vacío utiliza una relación
difícil que la lleva a obsesionarse y sobreinvolucrarse con el otro, aun
poniendo en juego su propio equilibrio emocional Las razones por las cuales
algunas personas permanecen en relaciones altamente conflictivas hunden sus
raíces en las maneras en que fueron amadas en sus primeros años de vida
¿A los dependientes afectivos les gusta sufrir? ¿No se quieren a sí
mismos? ¿Son medio tontos? ¿Se sienten redentores de la Humanidad? ¿Por qué
priorizan siempre, pero siempre a los demás?
Padre de mi padre
El co-dependiente es una persona que establece estos vínculos
disfuncionales en la vida adulta porque –entre otros factores que lo
predisponen– ha crecido en hogares donde el padre, la madre (o quien haya
ocupado el rol de cuidador) no pudo satisfacer las necesidades emocionales del
niño. Adultos que no le brindaron la confianza necesaria para que desarrollara
su autonomía. Que no pudieron sostener, proteger y cuidar.
¿Quiénes son esos padres que “no pudieron”? Padres infantiles,
narcisistas, depresivos, sobreprotectores o miedosos, adictos... La lista es
larga, pero básicamente padres que no pudieron asumir cabalmente la función
parental. Frente a este escenario, el niño se transforma en un pequeño que ocupa
el rol del adulto: es padre de sus padres. Se tiene que ocupar del estado
emocional de alguno de ellos y tratar de mantener el clima de unión y paz en el
caos familiar. Al llegar a adulto, ese chico que creció con tan poca confianza en sí
mismo, tal vez tenga un buen concepto de sí (“soy bueno, inteligente,
trabajador, responsable, atractivo”), pero sintiéndose poco merecedor del amor
de los demás. No es suficiente el aplauso externo ni el espejo para construir
la autoestima. La sensación de fondo es que hay que “hacer” mucho para ser
amado. Esta creencia lo lleva a buscar parejas y amigos necesitados –otra vez
como sus padres–, infantiles, adictos, narcisistas, irresponsables, porque con
ellos se siente útil y necesario. Hace lo que siempre hizo: hacerse cargo de
los demás. Pero ahora no para sobrevivir, sino para tapar su propio dolor por
haber sido un niño-adulto; y ahora se transforma en un adulto-niño.
Hasta aquí llegamos
El límite lo pone el cuerpo. La angustia, el displacer y el sufrimiento
emocional muestran con claridad el borde de lo tolerable, aunque también es
cierto que las personas que padecen esta manera de vincularse desoyen estas
señales, extendiendo los límites de lo tolerable. Como consecuencia, la
codependencia puede llevar a la enfermedad física, a la depresión y la
autodestrucción. Los codependientes tienden a naturalizar la humillación, el desamor y
el maltrato porque idealizan al otro y se desvalorizan a sí mismos. Si algo
funciona mal, sienten que deben esmerarse más. Creen que el desamor que reciben
es “consecuencia” de sus reclamos. Estas personas se dan cuenta de lo que les sucede, pero no saben qué
hacer con ello porque no conocen otra forma de relacionarse que la que surge del
modelo sometedor-sometido, y la repiten a pesar del sufrimiento que les genera
Lecciones de buen amor
Las relaciones de buen amor no enferman ni atan, ni provocan sensación
de indignidad ni hacen que alguien se sienta un mendigo del amor. El buen amor
puede pasar por crisis, desacuerdos y discusiones entre pares que se quieren y
se respetan, pero que saben que el amor no es incondicional y que el otro podrá
vivir sin ellos. El primer paso, entonces, es enterarse de que algo pasa; que algo dentro
de uno lleva a establecer vínculos desparejos y sufrientes. Tomar conciencia de
que se trata de una enfermedad vincular y que es necesario atenderla. Este problema se detecta por autodiagnóstico: si la persona toma
conciencia de que existe la enfermedad el tratamiento es posible. Si se trabaja
arduamente en el proceso de recuperación, puede tener relaciones distintas,
gratificantes, por haber aprendido muchos recursos para hacer de su vida algo
distinto
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